Para María, Claudio y Mario.
In memoriam Sergio
Como casi todos los muchachos de finales de los 50, conocía la obra de Aquiles Nazoa porque ésta, especialmente la teatral, era muy requerida en los actos culturales de los colegios. Todavía puedo citar de memoria un texto de Ratón Pérez que montamos en cuarto grado de Primaria en el Instituto San Pablo, en la parroquia Altagracia, de Cuartel Viejo a Pineda:
La hormiguita que no pica
ni come dulce ni nada
pues la tienen concertada
con una familia rica;
y un ratoncito arruinado
que ya está casi en el hueso
porque está muy caro el queso
y no se lo venden fiado.
Mi maestro, Néstor Medrano, me hizo comprar un ejemplar de El Ruiseñor de Catuche, para que me aprendiera el papel del Narrador; no sólo me leí el libro de cabo a rabo, sino que en la casa lo disfrutaba leyendo en voz alta muchos de sus textos con mis primos Luna. Sentados en un escalón que comunicaba la cocina de la casa con el comedor, Rafael, el mayor, y yo nos reíamos con aquello de:
Trabajando en su hogar de carpintero
se tragó una tachuela Juan Lucero;
y jugando, el menor Francisco Luna
también se tragó una.
Los médicos, en vez de cirugía
debieran de estudiar astronomía.
El valor agregado de la humorada era que el menor de mis primos se llamaba (mejor dicho, se llama), justamente, Francisco Luna, quien era el que menos se reía del versito.
De todo esto resultó que terminé aprendiéndome de memoria casi todo el libro. El Ruiseñor me acompañó al internado en el Liceo San José de Los Teques, dirigido por los padres Salesianos, con esa mezcla de severidad y afecto que siempre han mostrado. Aquí debo decir que fue en este Liceo donde Aquiles Nazoa me salvó la vida. Permítaseme aclarar el punto. No me refiero a la vida física, biológica o material. Pero si se considera lo importante que es para un adolescente temprano (11 a 12 años) la opinión de sus pares para desarrollar la autoestima, se entenderá lo que quiero decir:
Yo era absolutamente inepto para el beisbol por mi congénita desorientación en el espacio (no podía ni fildear). En fútbol lograba empujar el balón, pero nada de driblar ni de combinaciones. De modo que no me sentía muy a gusto entre mis compañeros, especialmente los cercanos a mi edad (yo era el menor de todos). La ocasión de mi reivindicación se presentó en un acto cultural, no recuerdo si por el aniversario de Don Bosco, o día de la Madre o qué sé yo. El asunto era que los padres del colegio me pidieron que recitara algo. Me precedió un compañero que declamó las Coplas del amor viajero, de Andrés Eloy Blanco, y creo que Garrick. Cuando me tocó pararme en el estrado no sé de dónde apareció mi audacia y me lancé con los versos de Aquiles Nazoa. Téngase presente que estábamos en 1956 o 57, la Iglesia de Pio XII aún preconciliar, con cierto rigorismo (de origen jansenista, por cierto) con Unamuno en el Index librorum prohibitorum et expurgatorum y otros integrismos Pero al inocente lo protege Dios. Después de comenzar con un soneto llamado ¡Oh amor!, bastante tolerable, que dice:
Y los domingos, mientras nuestro bardo
Con rimas pule el cupidesco dardo
Y transfiere al papel su llanto mudo,
Ella, la florecilla que él describe,
¡Se pasa todo el día en El Caribe
Llevando sol con su Tarzán peludo!
Ni soñaba para entonces con conocer al poeta; ya llegada la democracia y siendo estudiante del Liceo Agustín Aveledo, lo veíamos presentarse en los actos de graduación y eventos de importancia de los liceos, siempre como la figura estelar que cerraba el programa. Generalmente lo hacía con la Balada de Hans y Jenny, obra que me dejaba perplejo, pues no obstante impresionarme su belleza, rompía mi ideas preconcebidas sobre Nazoa, pues veía muy claro que no se trataba de una obra humorística.
Ya en el último año de bachillerato, el profesor encargado de la actividad teatral (¡quién me pudiera recordar su nombre!) decidió montar el Hamlet de Aquiles Nazoa. Una vez más me tocó representar al Narrador, esta vez imitando la voz de Néstor Pardo, un locutor de los noticieros de cine de la época, quien tenía una voz peninsular muy peculiar. Con ella salía diciendo:
Al levantarse el telón
se ve, a la luz de un bombillo
la terraza del castillo
donde pasa la cuestión.
Entra Hamlet enlutado
y muy baja la cabeza
porque carga una tristeza
que no la brinca un venado.
Para luego aparecer el príncipe Hamlet, y decir:
Ser o no ser...siempre la misma historia...
¡Desde que este monólogo fue escrito
no he logrado aprenderme de memoria...
sino este pedacito!
La obra siguió su curso exitoso en aquél teatro al aire libre que, después de todo, no se debe haber diferenciado mucho de El Globo de Sir William, si nos guiamos por el montaje de Enrique V de Olivier. (incluyendo la caída en slide del Narrador y digno mutis como si nada hubiera pasado).
No sé quién fue que habló de la utilidad de la poesía, pero además del salvamento ya relatado, de que fui objeto, puedo contar un hecho donde esta vez fue Caballo de Manteca/Manteca de Caballo el libro que cumplió una importante función social: eran ya los sesenta (o los 60's, como les gusta decir a los periodistas) y viajaba a Maracaibo en uno de aquellos Aerobuses de Venezuela, precursores de los ejecutivos de ahora. El bus tuvo una seria avería. Varados en plena carretera y muy avanzada la noche, los pasajeros estaban muy molestos. Yo, un muchachón estudiante de medicina, cargaba mi Caballo conmigo y previa autorización del conductor, me senté en su puesto, donde había un micrófono, y me puse a leer "Trailer de una película mexicana", el "Manual del Nuevo Rico", "Las Personas superiores o al que no le haya sucedido alguna vez, que levante la mano" , que provocó al principio tímidas risas de los airados pasajeros, hasta llegar a una franca algarabía con "Los Muñoz Marín salen de compras" y por supuesto, aquella "Reláfica del negro y la policía", que entre otras cosas, dice:
Policía con cachucha,
policía con pumpá,
policía de sombrero
y de cabeza pelá.
Que si la criminológica,
que si la municipá,
que si la alta policía,
que si la de más allá.
Que llegó la P.T.J.
que si se fue la social,
que si aquella es la civí,
que si eta es la militá,
que si esta no tiene rolo
si no que tira con gas,
que si esta te afloja un tiro
y el otro te muele a plan
y en una radiopatrulla
te rueda el de más allá;
cualquiera te pone preso,
cualquiera te hace rodá,
que con o sin uniforme,
con sombrero o con pumpá,
en cuanto a rodalo a uno
todos se portan igual,
pues la sola diferencia
que del uno al otro va,
es que después tú no sabe
cuál de ello te va a soltá.
Los pasajeros me pedían que siguiera leyendo...hasta que el autobús retomó su camino. Allí valoré no sólo la efectividad de la obra de Nazoa, sino mi probable vocación psiquiátrica.
Después de graduarme, siendo médico Interno del Hospital Vargas asistía a las reuniones clínicas del Servicio y la Cátedra de Psiquiatría que se efectuaban en el área de Consulta Externa, en un desaparecido auditorium que compartía Psiquiatría con Neumonología. Allí lo ví de cerca por primera vez. Se sentaba atrás, casi escondido, tomando notas y tratando de pasar desapercibido. Me preguntaba qué hacía allí, me llamaba la atención que al terminar la actividad se marchara sin haber dicho una palabra; sólo saludaba discretamente al Jefe de Servicio, Dr. Jesús Mata de Gregorio y a otros especialistas.
Ya de cursante del postgrado, me enteré de que Aquiles era no sólo un gran amigo de los psiquiatras del Vargas, sino el Jefe de Redacción de la Revista Nuestra Psiquiatría, una publicación de la especialidad de gran prestigio, dirigida por Jesús Mata de Gregorio, con Manuel Matute, Edmundo Chirinos y Eloy Silvio Pomenta como redactores, y Luis Barrios de Secretario.
A la salida de una de esas reuniones clínicas, pero ya en el nuevo local del Servicio de Psiquiatría, en un auditorium que también desapareció, decidí romper el anonimato y me le presenté, utilizando como pasaporte mi parentesco político con el fallecido escritor Federico León, quien había dedicado su Anecdotario Periodístico a un Aquiles todavía imberbe y novato, pero prometedor. Ése fue el inicio de nuestra amistad. Pero esa es otra historia.
In memoriam Sergio
Como casi todos los muchachos de finales de los 50, conocía la obra de Aquiles Nazoa porque ésta, especialmente la teatral, era muy requerida en los actos culturales de los colegios. Todavía puedo citar de memoria un texto de Ratón Pérez que montamos en cuarto grado de Primaria en el Instituto San Pablo, en la parroquia Altagracia, de Cuartel Viejo a Pineda:
La hormiguita que no pica
ni come dulce ni nada
pues la tienen concertada
con una familia rica;
y un ratoncito arruinado
que ya está casi en el hueso
porque está muy caro el queso
y no se lo venden fiado.
Mi maestro, Néstor Medrano, me hizo comprar un ejemplar de El Ruiseñor de Catuche, para que me aprendiera el papel del Narrador; no sólo me leí el libro de cabo a rabo, sino que en la casa lo disfrutaba leyendo en voz alta muchos de sus textos con mis primos Luna. Sentados en un escalón que comunicaba la cocina de la casa con el comedor, Rafael, el mayor, y yo nos reíamos con aquello de:
Trabajando en su hogar de carpintero
se tragó una tachuela Juan Lucero;
y jugando, el menor Francisco Luna
también se tragó una.
Los médicos, en vez de cirugía
debieran de estudiar astronomía.
El valor agregado de la humorada era que el menor de mis primos se llamaba (mejor dicho, se llama), justamente, Francisco Luna, quien era el que menos se reía del versito.
De todo esto resultó que terminé aprendiéndome de memoria casi todo el libro. El Ruiseñor me acompañó al internado en el Liceo San José de Los Teques, dirigido por los padres Salesianos, con esa mezcla de severidad y afecto que siempre han mostrado. Aquí debo decir que fue en este Liceo donde Aquiles Nazoa me salvó la vida. Permítaseme aclarar el punto. No me refiero a la vida física, biológica o material. Pero si se considera lo importante que es para un adolescente temprano (11 a 12 años) la opinión de sus pares para desarrollar la autoestima, se entenderá lo que quiero decir:
Yo era absolutamente inepto para el beisbol por mi congénita desorientación en el espacio (no podía ni fildear). En fútbol lograba empujar el balón, pero nada de driblar ni de combinaciones. De modo que no me sentía muy a gusto entre mis compañeros, especialmente los cercanos a mi edad (yo era el menor de todos). La ocasión de mi reivindicación se presentó en un acto cultural, no recuerdo si por el aniversario de Don Bosco, o día de la Madre o qué sé yo. El asunto era que los padres del colegio me pidieron que recitara algo. Me precedió un compañero que declamó las Coplas del amor viajero, de Andrés Eloy Blanco, y creo que Garrick. Cuando me tocó pararme en el estrado no sé de dónde apareció mi audacia y me lancé con los versos de Aquiles Nazoa. Téngase presente que estábamos en 1956 o 57, la Iglesia de Pio XII aún preconciliar, con cierto rigorismo (de origen jansenista, por cierto) con Unamuno en el Index librorum prohibitorum et expurgatorum y otros integrismos Pero al inocente lo protege Dios. Después de comenzar con un soneto llamado ¡Oh amor!, bastante tolerable, que dice:
Julieta, muchachita muy coqueta,
Tiene dos caballeros de conquista:
El uno extrovertido y deportista
Y el otro soñador y mal poeta.
Mientras éste le escribe una cuarteta,
Aquél, seguramente más realista,
La invita por teléfono a que asista
Con él a alguna fiesta de etiqueta.
Tiene dos caballeros de conquista:
El uno extrovertido y deportista
Y el otro soñador y mal poeta.
Mientras éste le escribe una cuarteta,
Aquél, seguramente más realista,
La invita por teléfono a que asista
Con él a alguna fiesta de etiqueta.
Y los domingos, mientras nuestro bardo
Con rimas pule el cupidesco dardo
Y transfiere al papel su llanto mudo,
Ella, la florecilla que él describe,
¡Se pasa todo el día en El Caribe
Llevando sol con su Tarzán peludo!
Digo, después de comenzar con este soneto, que fue recibido con aplausos, fui subiendo progresivamente la temperatura (o mejor dicho, bajando el pH) de los textos, sin que pasara nada lamentable. Hasta que llegué a ese sainete surrealista llamado El Chivato Volador, cuyo protagonista es un extraterrestre, más exactamente un marciano que tenía la costumbre de rasparse cuanta criatura de sexo femenino se le atravesara, dejándolas generalmente embarazadas. Para colmo, el sujeto ("chivato" significaba alguien muy pícaro) por donde pasaba, dejaba un tufillo
oloroso a urinario de botiquín.
Hablé de audacia, pero no se crea, me temía que el Padre Ojeda, Director del Liceo, suspendiera en cualquier momento mi happening. Pero observo al auditorio y no sólo son las carcajadas del público las que me sorprenden, sino las expresiones de los venerables padres salesianos que derramaban lágrimas de la risa y se retorcían en sus asientos. Fue un éxito absoluto. De la anomia social pasé al salón de la fama y ya podía mirar de frente a los grandulones, quienes llegaban a pedirme que les dictara algunos fragmentos de lo recitado (¡especialmente de El Chivato volador!). Por eso digo que Aquiles Nazoa me salvó la vida. Cualquiera que conozca a Erikson y su Ciclo Vital entiende esta expresión perfectamente. Y el que no lo conozca, también.
Ya en el último año de bachillerato, el profesor encargado de la actividad teatral (¡quién me pudiera recordar su nombre!) decidió montar el Hamlet de Aquiles Nazoa. Una vez más me tocó representar al Narrador, esta vez imitando la voz de Néstor Pardo, un locutor de los noticieros de cine de la época, quien tenía una voz peninsular muy peculiar. Con ella salía diciendo:
Al levantarse el telón
se ve, a la luz de un bombillo
la terraza del castillo
donde pasa la cuestión.
Entra Hamlet enlutado
y muy baja la cabeza
porque carga una tristeza
que no la brinca un venado.
Para luego aparecer el príncipe Hamlet, y decir:
Ser o no ser...siempre la misma historia...
¡Desde que este monólogo fue escrito
no he logrado aprenderme de memoria...
sino este pedacito!
La obra siguió su curso exitoso en aquél teatro al aire libre que, después de todo, no se debe haber diferenciado mucho de El Globo de Sir William, si nos guiamos por el montaje de Enrique V de Olivier. (incluyendo la caída en slide del Narrador y digno mutis como si nada hubiera pasado).
No sé quién fue que habló de la utilidad de la poesía, pero además del salvamento ya relatado, de que fui objeto, puedo contar un hecho donde esta vez fue Caballo de Manteca/Manteca de Caballo el libro que cumplió una importante función social: eran ya los sesenta (o los 60's, como les gusta decir a los periodistas) y viajaba a Maracaibo en uno de aquellos Aerobuses de Venezuela, precursores de los ejecutivos de ahora. El bus tuvo una seria avería. Varados en plena carretera y muy avanzada la noche, los pasajeros estaban muy molestos. Yo, un muchachón estudiante de medicina, cargaba mi Caballo conmigo y previa autorización del conductor, me senté en su puesto, donde había un micrófono, y me puse a leer "Trailer de una película mexicana", el "Manual del Nuevo Rico", "Las Personas superiores o al que no le haya sucedido alguna vez, que levante la mano" , que provocó al principio tímidas risas de los airados pasajeros, hasta llegar a una franca algarabía con "Los Muñoz Marín salen de compras" y por supuesto, aquella "Reláfica del negro y la policía", que entre otras cosas, dice:
Policía con cachucha,
policía con pumpá,
policía de sombrero
y de cabeza pelá.
Que si la criminológica,
que si la municipá,
que si la alta policía,
que si la de más allá.
Que llegó la P.T.J.
que si se fue la social,
que si aquella es la civí,
que si eta es la militá,
que si esta no tiene rolo
si no que tira con gas,
que si esta te afloja un tiro
y el otro te muele a plan
y en una radiopatrulla
te rueda el de más allá;
cualquiera te pone preso,
cualquiera te hace rodá,
que con o sin uniforme,
con sombrero o con pumpá,
en cuanto a rodalo a uno
todos se portan igual,
pues la sola diferencia
que del uno al otro va,
es que después tú no sabe
cuál de ello te va a soltá.
Los pasajeros me pedían que siguiera leyendo...hasta que el autobús retomó su camino. Allí valoré no sólo la efectividad de la obra de Nazoa, sino mi probable vocación psiquiátrica.
Después de graduarme, siendo médico Interno del Hospital Vargas asistía a las reuniones clínicas del Servicio y la Cátedra de Psiquiatría que se efectuaban en el área de Consulta Externa, en un desaparecido auditorium que compartía Psiquiatría con Neumonología. Allí lo ví de cerca por primera vez. Se sentaba atrás, casi escondido, tomando notas y tratando de pasar desapercibido. Me preguntaba qué hacía allí, me llamaba la atención que al terminar la actividad se marchara sin haber dicho una palabra; sólo saludaba discretamente al Jefe de Servicio, Dr. Jesús Mata de Gregorio y a otros especialistas.
Ya de cursante del postgrado, me enteré de que Aquiles era no sólo un gran amigo de los psiquiatras del Vargas, sino el Jefe de Redacción de la Revista Nuestra Psiquiatría, una publicación de la especialidad de gran prestigio, dirigida por Jesús Mata de Gregorio, con Manuel Matute, Edmundo Chirinos y Eloy Silvio Pomenta como redactores, y Luis Barrios de Secretario.
A la salida de una de esas reuniones clínicas, pero ya en el nuevo local del Servicio de Psiquiatría, en un auditorium que también desapareció, decidí romper el anonimato y me le presenté, utilizando como pasaporte mi parentesco político con el fallecido escritor Federico León, quien había dedicado su Anecdotario Periodístico a un Aquiles todavía imberbe y novato, pero prometedor. Ése fue el inicio de nuestra amistad. Pero esa es otra historia.
La poesía de un costumbrista en la vida de un joven. Me recuerda "Il Postino": la poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita.
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