Retazos de temas que me han interesado alguna vez, experiencias vividas, recuerdos, libros leídos, textos perdidos y rescatados, films que han dejado una impronta en mi memoria, pero también proyectos no realizados o postergados...







sábado, 28 de abril de 2012

ANTONIO ESTÉVEZ...¡TAN LEJOS Y TAN CERCA!

                                                                                            In memoriam Dra. Ligia Padilla Guzmán

Lo veo  recostado en un mueble de paleta, descansando de un ensayo con el coro, formado en su totalidad por muchachas del Colegio Católico Venezolano, antiguo Católico Alemán, que cambió su nombre después de la Segunda Guerra Mundial porque todo lo que sonara a alemán estaba muy mal visto.  Este Colegio quedaba de Truco a Balconcito N° 93 en la parroquia Altagracia, donde hoy se encuentra la Avenida Baralt.  Tenía unos espacios gratísimos; un patio central enorme (para mí), un corral trasero con muchísima vegetación, donde se podía jugar con arena y  podíamos escondernos eficazmente o jugar "la ere".  Entré allí en kindergarten y estuve hasta segundo grado, cuando al regresar de un viaje a Trinidad me inscribieron en el Instituto San Pablo, de los hermanos Martínez Centeno. En el Católico Venezolano, que a pesar de su nombre era un plantel laico, predominaba el elemento femenino.  Es más, creo que después de cierto grado ya no se admitían varones (de allí probablemente mi cambio al concluir tercer grado).  La primera vez que escuché la palabra "yugoeslavia" fue allí, pues una compañerita, seguramente refugiada, venía de ese país. El personal docente estaba también constituído por maestras, no recuerdo ningún profesor.  Todas dulces, amables, maternales, vestían un uniforme verde con blusa blanca manga larga.  De los primeros años sólo recuerdo mesas, creyones, colores, las voces de la maestra a quién ahora recuerdo por las fotos que conservo.
Muchos años después, conversando con Franzel Delgado Senior en el Hospital Vargas, supe que tanto él como su hermano Igor estudiaron allí por esa fecha, pero  ni Franzel me recordaba de entonces ni yo a ellos. Hay una borrosa foto de grupo de niños con guardapolvo blanco, donde hay uno  que podía haber sido Igor (por la edad), pero no lo he podido verificar porque con él no tengo la misma confianza que con Franzel.
Decía, pues, que recordaba a Antonio Estévez descansando en el mueble con los brazos cruzados detrás de la cabeza a guisa de almohada mientras las muchachas le hacían carantoñas y  él se dejaba mimar. La placidez de su rostro se ha grabado indeleblemente en mi memoria. 
No tengo idea de por qué, pero se me permitía asistir a los ensayos y lo veía sentado al piano explicando a las coristas algunos compases de la pieza que estaba montando.  En algún momento me dieron un piano de juguete probablemente para que no fastidiara y recuerdo que Estévez lejos de molestarse, celebraba las gracias del muchachito con sus pininos musicales. Ya él era entonces  el Director del Orfeón Universitario de la Universidad Central de Venezuela y se ganaba honestamente el pan con esa actividad en el colegio. 
En algún acto cultural pude oír al coro del colegio interpretando El Mampulorio  y  el Canto Aragüeño.  Dije que el alumnado de los grados superiores estaba compuesto sólo por mujeres y esto me crea una duda, pues las obras corales mencionadas están concebidas para cuatro voces, dos de ellas oscuras.  Mi memoria no da para tanto, pero o bien había elementos masculinos en el coro, prestados de otra coral, o se trataría de un arreglo de Estévez.  Me quedo con la duda.
Después asistí a un concierto del Orfeón en la misma Universidad, que todavía funcionaba en la sede colonial  de San Francisco, pues aún no estaba terminada la Ciudad Universitaria de Villanueva. Ligia, quien culminaba su carrera de Medicina, cantaba en el Orfeón, algunas veces de solista y como practicaba conmigo las canciones, yo me sabía casi todo el repertorio, aunque no entendía aquello de Evohé, mare nostrum! ni tampoco Gaudeamus igitur. Debo aclarar que Ligia era la menor de todos mis numerosos tíos, se graduó posteriormente de médico y se especializó en Psiquiatría.  Cuando crecí y fui colega suyo no permitía que dijera que era mi tía sino mi hermana, me decía que la rayaba, sobre todo delante de los caballeros, y se negaba a andar conmigo en los congresos desde que el voluminoso colega Carlos Tineo me saludó llamándome Maestro. "¡Eso es el colmo! Si a tí te llaman maestro ¿qué van a decir de mí?".  Pero mientras fui niño, Ligia era de lo más maternal y eso que era muy joven;  me dormía con la Canción de la Molinera, justamente de Estévez, y Zapatitos de lluvia, de Sojo, todas del repertorio del Orfeón.
ESTÉVEZ (IZQUIERDA) CON EL MAESTRO SOJO
Fue en ese recital cuando por primera vez  ese mundo de azules boinas me invitó su voz a escuchar, tal como Luis Pastori y Tomás Alfaro Calatrava nos hicieron saber con la letra, y Evencio Castellanos con la música del Himno Universitario, y  apreciar la polifonía de las extraordinarias obras venezolanas para el repertorio coral, así como  al joven  maestro lucirse como director, aunque entonces me fijaba más en los intérpretes.
No supe más de Antonio Estévez ni siquiera durante mi primera pasantía por la Escuela de Música José Ángel Lamas, no sé si porque él se hallaba de viaje o no formaba parte del plantel para esa época.
Mis familiares, quienes todos, menos yo, eran guariqueños, hablaban mucho de él, sobre todo mi abuelo Cristóbal Padilla, quien destacaba el gentilicio llanero del "muchacho de Calabozo" (mi abuelo era de Valle de La Pascua) y no le daba mucha importancia a ese otro, llamado Aldemaro Romero, presente en las nuevas pantallas televisoras que comenzaban a invadir nuestras casas, en ese período que ya no nos parece tan largo de la dictadura de Pérez Jiménez.
Durante los finales de la década de los cincuenta me des-alfabeticé en lo que concierne a música académica, y aunque había tomado clases de piano (y reconciliado con el pentagrama) con el padre salesiano Jesús Calderón en los dos años de internado del Liceo San José de Los Teques, mis intereses iban por otro camino.  Calderón me dejaba tocar cualquier tipo de música y de ahí en adelante no me ocupé para nada de la Academia.
Al cursar quinto año de bachillerato en el Liceo Agustín Aveledo, por decisión mía, pues quería adquirir algunos anticuerpos para la universidad, me encontré con nuevos compañeros que eran fervorosos melómanos.  La "cuerdita" con la que me reunía asistía regularmente a los conciertos de la Sinfónica que se presentaban semanalmente en el Teatro Municipal.  Aunque el año anterior había presenciado a la Sinfónica de Maracaibo en el Teatro Baralt ejecutar el Capricho Español de Rimsky-Korsakoff, esta asidua asistencia al Municipal adquirió las características de una nueva religión.  Rápidamente adquirí los códigos, el entusiasmo y la alegría de todo converso.  Y fue allí, en el Municipal, donde quedé suspendido literalmente de mi asiento al ver y escuchar las Sinfonías 6 y 7 de Beethoven dirigidas por Victor Tevah, la obertura Rienzi de Wagner con la orquesta conducida por Jacques Singer y a Inocente Carreño interpretando su Glosa Sinfónica Margariteña.  Pero lo que más me entusiasmaba y hacía volver una y otra vez al Municipal era el reencuentro con Antonio Estévez, cálido, fulgurante, magnético, cuando dirigía el Preludio y Muerte por Amor de Tristán e Isolda, de Wagner, Rosamunda, de Schubert, o  la Obertura Trágica de Brahms.  Era el único que dirigía sin batuta; decían que por imitar a Stravinsky, pero yo creo que se debía más a que su mayor experiencia como director era la de la música coral, en la cual, como se sabe, por la posición de los ejecutantes y la cercanía del director, no hace falta este utensilio.
Estévez era el Director Titular de la Orquesta, y aunque vinieron directores invitados de prestigio mundial, yo no me pelaba un concierto que él dirigiera.  Egresado de la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas y alumno del Maestro Sojo, había obtenido una beca en 1945 para perfeccionar sus estudios en los Estados Unidos y Europa con Sergei Koussevitzky y Aaron Copland, entre otros.
Abajo, Estévez, primero a la izquierda. A su lado, Leonard Bernstein

Para la fecha a la que me estoy refiriendo (1960) era, como dije, el director titular de la Orquesta Sinfónica Venezuela (recientemente se le oficializó la partícula de, con lo que pasó a ser Orquesta Sinfónica de Venezuela). Contaba para entonces con 43 años, pues había nacido en 1916.  En los programas aparecía una foto suya con una leyenda que lo presentaba como uno de los "valores jóvenes de la música venezolana".
 Uno  de los privilegios que nos tocó vivir a quienes frecuentábamos los conciertos de la Sinfónica era el hecho de poder conocer las obras contemporáneas de nuestros compositores de la llamada Escuela de Santa Capilla dirigidas por ellos mismos.  Ya mencioné la Margariteña dirigida por Inocente Carreño, o la Antelación e Imitación fugaz de Gonzalo Castellanos Yumar bajo su diestra batuta educada bajo la égida de Sergiu Celibidache, sin mencionar las obras de otros compositores nuestros que no eran directores de orquesta, como  el Concierto para Guitarra y Orquesta de Antonio Lauro, que Estévez dirigió con motivo de la visita que nos hiciera el escritor William Faulkner; o El Río de las Siete Estrellas de Evencio Castellanos, dirigida por su hermano Gonzalo o por el mismo Antonio Estévez, como en el homenaje a Faulkner ya mencionado. En lo referente a Estévez, más de una vez oímos su Concierto para Orquesta y Mediodía en el Llano. Pero la Cantata Criolla pertenecía al terreno de lo mitológico, no había sido interpretada desde su estreno en 1954. Como yo no la oí en aquella ocasión, representaba para mí un misterio, algo deseable y esperado, pero no realizado. A finales del año siguiente, con motivo de la celebración del Centenario del Colegio de Ingenieros, se anunció el montaje de la Cantata en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela.  Recuerdo la emoción que me embargó cuando leí la noticia en la Página de Arte de El Nacional.  Recuerdo el color carmín, azul y dorado de la portada del inmenso programa que se repartió en el Aula Magna.  Recuerdo el clima de tensión, de expectativa en el público cuando después de los discursos protocolares de la celebración se presentaban los músicos y los miembros del coro en el estrado que, como se sabe, no tiene telón. 
El factor político se hizo presente en ese momento.  Antonio Estévez era un hombre de convicciones socialistas nada ocultas; de hecho, había sido miembro del Partido Comunista de Venezuela (PCV) y en alguna ocasión, según me relató un profesor de la Sinfónica,  esgrimió su revólver Smith & Wesson 38 cañón corto, al que tenía derecho de porte como diputado al Congreso de la República por esa fracción parlamentaria.   Estábamos en el momento álgido del gobierno de Betancourt, con suspensiones de garantías, intentos de golpes de derecha, subversión de la izquierda, influencia de Cuba, división del partido de gobierno, formación del MIR y un clima de rebelión, especialmente notoria en el terreno autónomo de la Universidad.  Gustavo Machado, Secretario General del PCV, es ovacionado al hacer su entrada al Aula Magna.  Sale el Maestro Estévez a saludar al público y junto a los aplausos y las ovaciones se oyen las consignas revolucionarias:  "¡Abajo este gobiernito!"... "¡Cuba sí, yankis no!",,,"¡Rómulo, renuncia!" y otras más.  Me imagino lo difícil que debió ser para el maestro ese momento.  Nunca se lo pregunté más adelante, cuando ya nos conocíamos.  Me imagino que había una suposición por parte de los perturbadores de la aquiescencia de Estévez a la agitación, dada su posición política.  Se volvió al público y les dijo algo que al principio no se entendía debido al ruido de los gritos y las arengas.  El volumen de la gritería empezó a disminuir mientras él hablaba. Y entonces pude escuchar:
"...Hemos trabajado mucho...hemos trabajado duramente durante muchos meses para presentar esta obra...yo les agradezco..."
No necesitó continuar.  Una lluvia de aplausos sustituyó la gritería, y después de un silencio que pareció de siglos, arrancó la orquesta con ese intervalo de octava descendente que da inicio a la Cantata Criolla.  La entrada de las contraltos me sumergió en uno de los momentos más intensos de mi vida.  Estuve como alelado hasta el final, cuando después del contrapunteo de Teo Capriles (Florentino) con Antonio Lauro (El Diablo) el coro entona el Ave Maris Stella, mientras Capriles/Florentino le pide a la Virgen en todas sus devociones conocidas en nuestro pueblo que lo saque de allí, con Dios, e invocan todos, a la Santísima Trinidad para que el Diablo con su oscuridad y tristeza abandone el terreno, en este caso recinto de la Casa que vence las Sombras.
Dije que no conocí la obra en el estreno en 1954 en el Municipal, pero tanto lo que me han contado los asistentes como lo que he leído, afirman que fue un éxito estruendoso.  Pues en este momento la palabra delirio colectivo escasamente puede expresar la emoción que nuestro público tributó a esta magna obra del nacionalismo musical venezolano.
La Cantata se presentó  algún tiempo después en el Teatro Municipal, con Rafael Montaño en lugar de Teo Capriles, precedida de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonin Dvořák y dirigida de nuevo por el propio Estévez.
Mencioné el aspecto político en la biografía del Maestro.  Como durante ese tiempo no lo conocía de trato (me parecía ridículo hacerle mención del Colegio Católico Venezolano y la historia del pianito) nunca conversé con él en esa década maravillosa pero también terrible que fueron los años sesenta.  Pero lo cierto es que representaba un símbolo del artista comprometido con "las causas progresistas".  Algunas presentaciones suyas generaban en el público universitario una euforia que creo iban más allá de lo musical;  por ejemplo, el Retrato de Abraham Lincoln de Aaron Copland para narrador y orquesta es una pieza que no tiene en sí nada de subversiva o de comunista.  Pero la noche en que Estévez la montó en el Municipal con el gran actor Luis Salazar, quien había sido proscrito de la televisión por sus ideas y supuestas actividades castro-comunistas, en el momento en que Luis declama las últimas frases del discurso de Gettysburg:
"...que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca jamás de la faz de la tierra..."
los vítores del público que aplaudía y gritaba enardecido se debían, pienso yo a estas alturas, a una especie de lectura en clave revolucionaria, dado el contexto (gobierno de Betancourt) y los intérpretes (actor y director identificados con la causa).  Esto no lo digo en tono acusatorio, uno tenía su corazoncito de izquierda aunque la cabeza no necesariamente lo siguiera, y jóvenes, como éramos todos, nos sumábamos a la algarabía.  Además, él nunca sacrificó su misión como artista o la calidad de su obra a la política.  De hecho, eran proverbiales sus exigencias como director que no hacía ninguna concesión a nadie, así fuera un músico de renombre.
Antonio Estévez viajó a Londres y a Paris, siempre inconforme consigo mismo, siempre deseando renovarse.  Venía esporádicamente y también una que otra vez aparecía en la programación bien sea de la Sinfónica o en alguna celebración de la Universidad Central. 
Estaba yo haciendo un curso de capacitación docente en la Escuela de Educación de la Universidad Central junto con Nancy Montero y Manuel Matute, enviados por el doctor Jesús Mata de Gregorio mientras terminaba el postgrado de Psiquiatría. Manuel era mi profesor y Nancy mi condiscípula, pero los tres éramos alumnos del curso dirigido por el Profesor Juan Francisco Reyes Baena.  Ya había muerto el Che Guevara, ya había estallado el Mayo Francés y el clima en la universidad era denso y agitado, más de lo acostumbrado.  Se estaba gestando lo que comenzó como la Renovación de la Escuela de Letras, y se convirtió en un plagio desfasado del Mayo Francés que culminó con la crisis política y el allanamiento de la Universidad. El famoso curso de Reyes Baena naufragó a pesar de nuestras interesantes discusiones con el Profesor Núñez Tenorio acerca de  Althusser, el joven Marx y los Manuscritos Económicos y Filosóficos del 44.
En una de esas tardes, cuando salíamos de la Sala "E" de la Universidad, escuché el timbre inconfundible del Orfeón Universitario en un salón aledaño y me acerqué a ver. Estévez ensayaba "La sirena" en estado de trance: para indicar los pianissimos hacía lo que se supone que ningún director debe hacer: agacharse.  Casi desde el suelo y con las palmas de las manos hacia abajo, vistiendo una franela y unos jeans claros le explicaba a María Teresa Chacín y al resto del coro el matiz exacto que necesitaba ese fragmento.  Magnetismo, electricidad, magia, carisma,  Yo no sé qué palabra usar para describir el efecto en el oyente.  Estévez, de hecho, se encontraba en uno de esos viajes que hacía a Venezuela durante su estancia en Europa.  Unos días después se presenta un festival de coros y la clausura es de los anfitriones. Hay un brindis y alguien me presenta al Maestro en medio de la celebración, la gente saludándolo, los mesoneros repartiendo whisky y pasapalos...  Me saluda con cordialidad, pero no insisto en el diálogo pues no me gusta ser impertinente. Tampoco ahora es el momento de conocernos.
Antonio Estévez, Jesús Marquez, Nora Rodríguez e Isabel Robles.
Interpretan Canción Otoñal de V.E. Sojo en la casa de Dora Barrios (Foto de Felipe Izcaray).
Unos meses después, en unos espacios del Centro Simón Bolívar ubicados en el Parque El Conde, donde se había montado aquel gran espectáculo audiovisual que se llamó Imagen de Caracas y poco después se construyó Parque Central, el Maestro dictó una charla sobre sus nuevos intereses en la creación musical.  Ya El martillo sin dueño de Pierre Boulez pertenecía al copretérito. Ya la música electroacústica y serial, la Cantata de los Adolescentes de Karlheinz Stockhausen y los trabajos de Luigi Nono eran pan comido para los que seguían de cerca a la música contemporánea.  En el cine,  Stanley Kubrick sorprendía al público con  Lux aeterna y Atmósferas  de  György Sandor Ligeti en la banda sonora de 2001 Odisea del Espacio.  Una "fusión" de la vanguardia con  la tonalidad tomó cuerpo en la Pasión según San Lucas, de Krzysztof Penderecki.  Esta onda al fin alcanza a Estévez, quien estudia esta última partitura y comenta sus inquietudes con un público muy motivado por los nuevos caminos que emprendió.  No faltó el ingrediente chusco  y a una pregunta provocadora de un asistente,  Estévez le respondió: -"¡No seas tú tan penderecki!"
Al finalizar la conferencia nos vamos a un local nocturno a comentar lo tratado en la charla.  Ya nos habían presentado, pero mi amigo Jesús Márquez de nuevo le dice que yo soy un estudiante avanzado de la Lamas, actualmente retirado por mis obligaciones profesionales, como era la tesis del postgrado (nunca regresé al Conservatorio).  No deja de ser irónico que justamente entonces, cuando ya me había retirado de los estudios formales de música, cuando tenía un proyecto personal de casarme e irme de Caracas,  me encuentre por fin sentado frente a frente, cerveza por medio, con aquel que fuera mi ídolo durante tantos años.  Se hizo verdad el lugar común de que "pareciera que nos hubiéramos conocido de siempre". Expansivo y espontáneo, mientras hablábamos sobre todo de música contemporánea.  Yo había hecho mi curso personalizado con aquel sócrates de la música venezolana que fue José Clemente Laya, hombre sumamente informado acerca de la música aleatoria, y serial, la música concreta, los elementos acústicos que podían revolucionar el acto de componer mediante el sintetizador y la fabricación de timbres mediante el uso de estos instrumentos, lo que representaba, para decirlo mediante una analogía, la ingeniería genética de la música.  Era todo un mundo por venir.  Y aquello que, gracias a Laya, yo conocía a los 25 años, este hombre que ya pasaba la cincuentena, este compositor con una obra ya hecha y consolidada, lo había descubierto con el asombro de un niño y era capaz de quemar los barcos, de empezar de nuevo y ponerse a trabajar en el Instituto de Fonología que después dirigió. 
Yo terminé mi postgrado.  Opté (una decisión difícil y dolorosa) por la psiquiatría.  Me casé y me fui a vivir a Ciudad Bolívar.  Me desentendí de conciertos, músicos, también de los chismes, dimes y diretes que generalmente pululan en este medio, y una vez más me propuse des-alfabetizarme.  Si no hubiera sido por la amistad con Ildemaro Torres y Sonia Hecker, su esposa, a lo mejor lo hubiera logrado.

En 1973 regresé a Caracas y me reencontré con los amigos, ya en un ambiente de desencanto en los grupos radicales de la izquierda, sobre todo después del derrocamiento y muerte de Allende. 
Antonio (ya lo puedo llamar así) frecuentaba Sabana Grande, muy cerca del apartamento donde vivía.  Una pizzería llamada La Vesubiana, con las mesitas al aire libre, al igual que El Gran Café, El Viñedo, y otros locales, era sitio de reunión y de tertulia.  Allí me encontré con él varias veces, unas la conversación era prolongada, las más de ellas sólo un cordial saludo y seguía adelante.  Siempre cariñoso, ya algo enfermo con la artritis y la diabetes, pero el mismo Antonio de siempre: dionisíaco, a veces soez, otras tierno y más bien tímido. En una ocasión Juan Carlos Núñez nos vino a buscar a Luzmaya Colina y a mí porque "al maestro le dio un yeyo": una lipotimia (mareo) por una subida del azúcar. 
En uno de esos días, Ligia, que se hallaba de paso por Caracas (vivía en Maracaibo), se entera de mi amistad con Antonio y de la frecuencia con que lo veo.  Me dice que se quiere encontrar con él, pero que no la identifique a ver sí él la reconoce después de tantos años.  Lo llamo por teléfono y acordamos el encuentro: el sábado a las 3 pm en La Vesubiana.  Ligia y yo llegamos primero para no hacerlo esperar y nos sentamos.  Cuando se acerca, se le queda mirando y le dice:
  -"Tú tenías un hermano que era de Tucupido, pero que vivió un tiempo en Calabozo...se llamaba Marcos, ¿verdad?"...y tú fuiste de la cuerda de las sopranos aunque tú eras más bien contralto o mezzo, ¿no es así?"
Después de un efusivo abrazo vino el diálogo de reconocimiento y la puesta al día.  Le hizo hasta consultas de tipo sexológico cuando supo que ella era psiquiatra, le habló de sus problemas y a partir de ahí arrancó un diálogo que sólo se interrumpía cuando se aparecían sus "fans", generalmente discípulas o ex-orfeonistas.  Recuerdo a Nora Rodríguez (aparece en la foto a colores, más arriba), colega y orfeonista de toda la vida, quien se acercó, al parecer, a "pasarle revista"...la imagen de Estévez recostado en el mueble de paleta, mimado por las muchachas del Colegio Católico Venezolano, viene a mi memoria.  No han cambiado mucho las cosas.  Los mesoneros empiezan a recoger los manteles.  No hemos comido nada y cuando vemos el reloj nos damos cuenta de que han pasado ¡ocho horas!  Nos dice: 
-"Si quieren vamos a mi casa a comernos algo, porque lo que soy yo, tengo el estómago vacío".
Vamos a su apartamento, en un edificio donde vive él en un piso y Flor, su esposa, en otro.  Ligia elogia tan sabia decisión en ese modo de vivir como pareja. 
Cuando va a buscar comida, lo único que hay es un pedazo de queso llanero que nos comemos así en pelo, sin pan ni nada.  Pero lo que sí consigue  Antonio es una botella de whisky.  El diálogo se reanuda.  Hablamos de todo, de una obra que está pensando basada en varios textos antiguos y que culminaría con fragmentos de obras contemporáneas.  Saca el Ulises de Joyce y me pide la opinión.  Prefiero leerle un trozo y como a la página y media me dice:  -"¡Párame esa vaina! ¡No entiendo un carajo! ¡Un carajo!".  Hablamos de su hija habida después de muchos años de búsqueda y espera, ya una mujer, y nos confiesa, para decepción de Ligia y regocijo mío, que ha llegado a la conclusión de que la Iglesia Católica tiene toda la razón en materia de moral sexual, y como ejemplo pone su caso, a quien le costó tanto concebir una hija.
En un punto muerto de la conversación me viene el recuerdo de aquella vez en que el Maestro me deslumbró con Wagner y me siento al piano.  Yo me había leído el artículo "Harmony" en la Enciclopedia Británica donde salían los primeros compases en una reducción para piano del Preludio de Tristan e Isolda como ejemplo de la revolución wagneriana y había  logrado memorizarlos. Sin prevenirlo, empiezo a tocar los primeros compases de Tristán.  Se pone de pié y no me deja seguir: -"¡Quítate de ahí, dame sitio!". Así lo hago y él continúa tocando el Preludio, hasta un momento en que se detiene y empieza a llorar y a decir con esa voz suya  aguda y carrasposa como de papel de lija:

-"¡No joooooooooooooooooda!...Uno que se pasa toda la vida estudiando esa vaina y que de do-re- mi-fa-sol-la-si-do, y que si la armonía, y el contrapunto, no jooooda...¡viene ese carajo y compone esa vaina!" 

para luego volverse a poner de pié, separar las rodillas y colocar las manos debajo de donde se supone que estarían unos enormes testículos (no sé si me explico) y decir:

-"¡Hay que tenerlas de este tamaño para escribir una vaina así!"

(eso sin dejar de llorar a moco tendido)

Bueno, amaneció, tomamos café negro bien fuerte, nos despedimos y Ligia y yo nos fuimos a casa.
Después de esa conversación maratónica nos vimos varias veces, pero más de lejitos.  Pasaron muchos años, como quince, cuando asistí a un homenaje que le hacían en el Teresa Carreño.  Felipe Izcaray dirigió varias obras suyas, pero recuerdo sobre todo  el Himno de los Juegos Panamericanos, que tuvieron lugar durante el gobierno de Luis Herrera, y la premiada Marcha de la Radio Nacional, que no sé si la siguen tocando, porque hace trece años que no oigo esa emisora.  Me encuentro con Jesús Márquez, quien  me pregunta al rompe si alguna vez vi un documental que Rodolfo Izaguirre, entonces Director de la Cinemateca Nacional, presentó en el Programa de TVN5 Cinemateca del Aire sobre la vida de Leonard Bernstein y si me fijé en una foto que Bernstein mostraba de cuando él estudiaba con Koussevitzky...No lo dejé terminar.  ¡Sólo Chucho podía haberse fijado en ese detalle que yo pesqué por casualidad, porque dura sólo unos segundos!  En esa foto, la persona a quien Bernstein le pasa el brazo derecho por la espalda no es otra que Antonio Estévez.  Un hecho que puede parecer irrelevante, pero que a un estudioso de la historia de la música venezolana no le puede pasar desapercibido.  En el intermedio salimos corriendo a buscar a Antonio y se lo comentamos. Él no sabía nada de la aparición de la foto en el programa de Izaguirre.
El 26 de noviembre de 1988 debo viajar urgentemente a Maracaibo.  Mi primo Julián, el hijo mayor de Ligia, ha fallecido el día anterior después de luchar valientemente por diez años contra un mieloma múltiple.  Mientras estamos acompañándola, alguien me hace llegar un ejemplar de El Nacional.  En primera página del cuerpo A, está la foto de Antonio. Falleció en la madrugada de ese día, lo que le dio tiempo al periódico para sacar una nota que, como sabemos, está prefabricada en las redacciones de todos los diarios. Veo a Ligia con toda la pesadumbre del dolor de la pérdida de su primogénito y no me atrevo a decirle lo de la muerte de Antonio Estévez. Más tarde se lo hice saber y la noticia la sorprendió y la afectó. Más tarde aún, quiero decir meses o años más tarde, pudimos volver a recordar aquella prolongada conversación que tuvimos con el Maestro, y reírnos a carcajadas de sus ocurrencias y desplantes, como aquella anécdota contada por un músico de la Sinfónica de la vez en que, después de interpretar el Preludio al Primer Acto de Lohengrin, de Wagner, Estévez, contrariado por una desafinación en las cuerdas, al cerrar el pianissimo, inclinado hacia adelante, de espaldas al público, pero de frente a los músicos y en voz bajísima les dijo:

-  "¡Le cae el coño de su madre a todos los primeros violines!"


(Fotos: cortesía del Lic. Jesús Márquez Briceño)