Retazos de temas que me han interesado alguna vez, experiencias vividas, recuerdos, libros leídos, textos perdidos y rescatados, films que han dejado una impronta en mi memoria, pero también proyectos no realizados o postergados...







JUAN NUÑO Y LAS TROYANAS

Juan Nuño en su época activa en la Escuela de Filosofía de la UCV



¿Quién no ha oído hablar jamás de los envidiables amores de Leda y el cisne? De aquella perversión anseriforme nacieron, en sendos huevos, dos parejas famosas: Cástor-Pólux  y Clitemnestra-Elena. Hija de Zeus, desgracia de griegos y troyanos, la bella Elena sirvió, además de su  placentero uso directo, para que los intelectuales de la época (los mal comprendidos sofistas) discutieran su pro y su contra. La primera telenovela de la cultura occidental  se puso en marcha con la hermosa hija de un cisne: casada, se fuga con un extraño y bello visitante (Paris) provocando así una guerra de diez años.  Cientos de hombres murieron por su culpa, la maldición recae sobre todos los vencedores, pero Elena regresa sumisa y perdonada al hogar del demasiado comprensivo Menelao para terminar sus días
como una tranquila ama de casa. Es la primera grieta irónica que socava el impresionante templo de la mitología griega. Su abatimiento definitivo corre por cuenta de Eurípides siglos después que Homero empezara la historia en “un rumor de gloria y hexámetros”, como  pretende Borges.
Las troyanas no es sólo la más grandiosa de las tragedias del teatro griego. Es la primera denuncia de un ateniense contra el imperialismo de su propia patria. En el invierno del 416, la todopoderosa, avasallante e insolente Atenas capturó una pequeña isla del Egeo, Melos, sin importancia ni militar ni comercial y escasamente poblada. Una suerte de Vietnam en la boca del gigante.  Había que demostrar ejemplarmente quién era el que mandaba.  O los escasos habitantes de la pobre isla aceptaban incondicionalmente el poder de Atenas o quedaban aplastados. Ante la digna negativa de sus moradores, los bravos, los gallardos, los cultos atenienses mataron a todos los varones y sometieron a esclavitud a sus mujeres. Sólo necesitaron quinientos colonos para poblarla. A algunos atenienses aquél pequeño episodio militar los marcó para siempre. Tucídides le consagra veintiséis capítulos y Eurípides, el amigo de los filósofos,  escribe Las troyanas, en donde de manera indirecta levanta la requisitoria contra Atenas. Es la guerra vista desde el lado del vencido. Las mujeres de los muertos. Los sobrevivientes de la destrucción de Troya. Allí están Hécuba, la reina, mujer de Príamo, madre de Héctor, de Paris, de Eneas; Andrómaca, su nuera, la viuda del gran príncipe troyano, muerto por Aquiles y arrastrado siete veces en torno a las murallas hasta que su padre, el anciano rey, le fue a suplicar en harapos el despojo del hijo muerto; Casandra, la hija loca, la que ve el porvenir, el negro porvenir, y sobre todas, Elena, la causante de la guerra, la insultante Elena, la de la agresiva belleza y el don del oportunismo, el animal hermoso que sabe cómo seducir al vencedor sea quien sea. Eurípides escoge a esas mujeres para lanzar a rostro de Atenas su país, la denuncia del crimen político que es toda guerra de conquista. Eurípides, intelectual orgulloso y solitario, con dos matrimonios fracasados, retirado de la vida pública, es el perfecto ejemplar negativo para todo buen político, oligarca o demócrata. De vivir en nuestros días y ser ciudadano del imperio actual, estaría en la lista negra de toda Casa Blanca. La gloria de la guerra, “desiertos están los sagrarios, los templos empapados de oscura sangre”. Mujeres arreadas como ganado, niños sacrificados en las tumbas de los soldados griegos, incendios, desolación, muerte. La voz de cuatro débiles mujeres contra los vencedores. La conciencia crítica de Eurípides derriba lo que constituía el corazón de la ideología militarista griega: la conquista de Troya. La grandeza de Las troyanas está asegurada en toda época por la monótona repetición de la historia. Mientras haya guerras, imperios, masacres y otras normales formas de expresión de la conducta humana, la denuncia de Eurípides tendrá sentido. Escrita hace 2.400 años sigue siendo una pieza desgarradoramente actual.

Hécuba, la anciana reina, que yergue del suelo su cansado cuerpo para soportar las últimas desgracias, es Katharine Hepburn, llena de fuerza y dignidad. Casandra, la virgen ofrecida a Apolo, que terminará en el lecho de Agamenón y compartirá su horrible final, es Geneviève Bujold, demasiado joven y descarada en su papel. Vanessa Redgrave es Andrómaca, la sombra del muerto, pegada a su armadura la madre a la que arrancan su hijo Astianacte para arrojarlo desde lo alto de las murallas. Merece la pena  oírle el más sobrecogedor grito animal que se haya dado en el cine. Elena, la mala, la aventurera, la forastera, la intrigante; todo lo que pide el folletinesco cliché, es Irene Papas, perfecta en su primitiva sensualidad y en el aire insolente de quien sabe cómo escapar al castigo.


Cacoyannis no ha resuelto en este film el eterno,  siempre abierto problema cine-teatro. Ni siquiera ha superado su Electra, en donde el blanco y negro le permitía jugar más intensamente con el coro. Pero ha logrado, por un lado, una coreografía ajustada, en ocasiones anguladamente eiseinsteniana, gracias a la cámara de Alfio Contini y, por otro, una actuación impresionante de la Hepburn y la Papas. Aunque en más de una ocasión la cámara se queda desesperadamente quieta, en otras obtiene secuencias irreprochables, como la del coro que cuenta la caída de Troya, o la del funeral del niño sobre el escudo del padre. La música de Theodorakis es un sobrio acompañamiento a manera de eco lejano que responde al coro en sus gemidos. A Cacoyannis y a Theodorakis, en tanto griegos, se les podría argumentar con la vieja ironía sofista de Eurípides, puesta en boca de Elena: ¿qué tiene de malo el régimen de los coroneles si ha permitido que en el desazonante exilio, recreen Las troyanas?



Otra foto de Nuño


(*)  200 horas en la oscuridad (Crónicas de cine). Serie: CINE. Letras de Venezuela N° 86
Ediciones de la Dirección de Cultura 
Copyright Universidad Central de Venezuela 1986
Páginas 281 a 283

No hay comentarios:

Publicar un comentario