¿Quién no ha
oído hablar jamás de los envidiables amores de Leda y el cisne? De aquella
perversión anseriforme nacieron, en sendos huevos, dos parejas famosas:
Cástor-Pólux y Clitemnestra-Elena. Hija
de Zeus, desgracia de griegos y troyanos, la bella Elena sirvió, además de
su placentero uso directo, para que los
intelectuales de la época (los mal comprendidos sofistas) discutieran su pro y
su contra. La primera telenovela de la cultura occidental se puso en marcha con la hermosa hija de un
cisne: casada, se fuga con un extraño y bello visitante (Paris) provocando así
una guerra de diez años. Cientos de
hombres murieron por su culpa, la maldición recae sobre todos los vencedores,
pero Elena regresa sumisa y perdonada al hogar del demasiado comprensivo Menelao
para terminar sus días
como una tranquila ama de casa. Es la primera grieta irónica
que socava el impresionante templo de la mitología griega. Su abatimiento
definitivo corre por cuenta de Eurípides siglos después que Homero empezara la
historia en “un rumor de gloria y hexámetros”, como pretende Borges.
Las troyanas no es sólo la más grandiosa de las
tragedias del teatro griego. Es la primera denuncia de un ateniense contra el
imperialismo de su propia patria. En el invierno del 416, la todopoderosa,
avasallante e insolente Atenas capturó una pequeña isla del Egeo, Melos, sin
importancia ni militar ni comercial y escasamente poblada. Una suerte de
Vietnam en la boca del gigante. Había
que demostrar ejemplarmente quién era el que mandaba. O los escasos habitantes de la pobre isla
aceptaban incondicionalmente el poder de Atenas o quedaban aplastados. Ante la
digna negativa de sus moradores, los bravos, los gallardos, los cultos
atenienses mataron a todos los varones y sometieron a esclavitud a sus mujeres.
Sólo necesitaron quinientos colonos para poblarla. A algunos atenienses aquél
pequeño episodio militar los marcó para siempre. Tucídides le consagra veintiséis
capítulos y Eurípides, el amigo de los filósofos, escribe Las
troyanas, en donde de manera indirecta levanta la requisitoria contra
Atenas. Es la guerra vista desde el lado del vencido. Las mujeres de los
muertos. Los sobrevivientes de la destrucción de Troya. Allí están Hécuba, la
reina, mujer de Príamo, madre de Héctor, de Paris, de Eneas; Andrómaca, su
nuera, la viuda del gran príncipe troyano, muerto por Aquiles y arrastrado
siete veces en torno a las murallas hasta que su padre, el anciano rey, le fue
a suplicar en harapos el despojo del hijo muerto; Casandra, la hija loca, la
que ve el porvenir, el negro porvenir, y sobre todas, Elena, la causante de la
guerra, la insultante Elena, la de la agresiva belleza y el don del
oportunismo, el animal hermoso que sabe cómo seducir al vencedor sea quien sea.
Eurípides escoge a esas mujeres para lanzar a rostro de Atenas su país, la denuncia
del crimen político que es toda guerra de conquista. Eurípides, intelectual
orgulloso y solitario, con dos matrimonios fracasados, retirado de la vida
pública, es el perfecto ejemplar negativo para todo buen político, oligarca o
demócrata. De vivir en nuestros días y ser ciudadano del imperio actual,
estaría en la lista negra de toda Casa Blanca. La gloria de la guerra,
“desiertos están los sagrarios, los templos empapados de oscura sangre”.
Mujeres arreadas como ganado, niños sacrificados en las tumbas de los soldados
griegos, incendios, desolación, muerte. La voz de cuatro débiles mujeres contra
los vencedores. La conciencia crítica de Eurípides derriba lo que constituía el
corazón de la ideología militarista griega: la conquista de Troya. La grandeza
de Las troyanas está asegurada en
toda época por la monótona repetición de la historia. Mientras haya guerras,
imperios, masacres y otras normales formas de expresión de la conducta humana,
la denuncia de Eurípides tendrá sentido. Escrita hace 2.400 años sigue siendo
una pieza desgarradoramente actual.
Hécuba, la anciana reina, que yergue del suelo su cansado cuerpo para
soportar las últimas desgracias, es Katharine Hepburn, llena de fuerza y
dignidad. Casandra, la virgen ofrecida a Apolo, que terminará en el lecho de
Agamenón y compartirá su horrible final, es Geneviève Bujold, demasiado
joven y descarada en su papel. Vanessa Redgrave es Andrómaca, la sombra del
muerto, pegada a su armadura la madre a la que arrancan su hijo Astianacte para
arrojarlo desde lo alto de las murallas. Merece la pena oírle el más sobrecogedor grito animal que se
haya dado en el cine. Elena, la mala, la aventurera, la forastera, la
intrigante; todo lo que pide el folletinesco cliché, es Irene Papas, perfecta en su primitiva sensualidad y en el aire
insolente de quien sabe cómo escapar al castigo.
Cacoyannis no ha resuelto en este film el eterno, siempre abierto problema cine-teatro. Ni siquiera
ha superado su Electra, en donde el
blanco y negro le permitía jugar más intensamente con el coro. Pero ha logrado,
por un lado, una coreografía ajustada, en ocasiones anguladamente
eiseinsteniana, gracias a la cámara de Alfio Contini y, por otro, una actuación
impresionante de la Hepburn y la Papas. Aunque en más de una ocasión la cámara
se queda desesperadamente quieta, en otras obtiene secuencias irreprochables,
como la del coro que cuenta la caída de Troya, o la del funeral del niño sobre
el escudo del padre. La música de Theodorakis es un sobrio acompañamiento a
manera de eco lejano que responde al coro en sus gemidos. A Cacoyannis y a
Theodorakis, en tanto griegos, se les podría argumentar con la vieja ironía
sofista de Eurípides, puesta en boca de Elena: ¿qué tiene de malo el régimen de
los coroneles si ha permitido que en el desazonante exilio, recreen Las troyanas?
Otra foto de Nuño |
(*) 200 horas en la oscuridad (Crónicas de cine). Serie: CINE. Letras de Venezuela N° 86
Ediciones de la Dirección de Cultura
Copyright Universidad Central de Venezuela 1986
Páginas 281 a 283
No hay comentarios:
Publicar un comentario