A Edgar Benítez, por aquello de que la cana engaña
Con la edad ocurre algo diferente a lo que tiene que ver con la fama, la belleza
o la riqueza. Las últimas se envidian. La edad del otro más bien se emula.
Hace unos días me puse a ver con mi primo Luis Miguel la película
de Mark Rydell En el estanque dorado (también conocida como Los años dorados), donde Norman (Henry Fonda) se reencuentra tanto
en la vida real como en el set cinematográfico con su hija Chelsea (Jane
Fonda), de la que estaba muy distanciado, con la superlativa compañía de Katharine Hepburn, quien interpreta a Ethel, su esposa y madre de Chelsea. La reconciliación
entre Chelsea y su padre ocurre durante el verano en el que ella le deja a
Billy (Doug McKeon), el hijo
de Bill (Dabney Coleman), novio de Chelsea.
Mi
primo, un tenaz trotador que ya frisa los sesenta, me comentaba que un
film así sería anacrónico rodarlo hoy día, pues actualmente no es ninguna hazaña
cumplir ochenta años gracias a las mejoras en calidad de vida y mayor
información acerca de la prevención o el tratamiento precoz de las demencias,
así como la conciencia que hay sobre la necesidad del ejercicio físico y los
buenos hábitos alimenticios. La película debió detenerse varias veces para poder
discutir estos tópicos sobre salud, ejercicio y longevidad. "De acuerdo", dije. ..."No es para tanto andar celebrando que alguien remonte la cuenta de la séptima década..."
Eppur si muove…
Yo acababa de cumplir setenta. Y
a pesar de los argumentos de Luis Miguel, a mí sí me parecía una gran cifra esa
cantidad y merecía, a mi juicio, celebrarla: tanto que lo publiqué en Facebook.
Pero la otra cara
de la moneda (la sombra, dirían los jungianos) me acechaba con arrechuchos de
pesimismo:
- “Ya tienes setenta, Padilla,
no son juegos”, me decía a mí mismo.
Un poco golpeadito por los guarismos, me fui a cortar el
cabello en Sabana Grande, donde Juanita, una cartagenera, me afeita desde hace años. Después de terminada la
operación y cancelados los honorarios, me bajo de la silla y veo que está
esperando sentado el compositor Inocente Carreño, quien me dio clase de solfeo en la
Escuela de Música José Ángel Lamas donde también fue jurado de algún examen
mío de trompeta. Al acercarme a su
asiento se pone de pié de un salto y me abraza cariñosamente. Me doy cuenta de que no
recuerda mi nombre, y después de actualizarlo (que estudié con Sojo, que él
fue mi jurado en trompeta, etc) me pregunta a qué me dedico. Le respondo que soy médico especializado en psiquiatría y añado que la última vez que nos vimos fue hace más de cuarenta años en un programa de televisión de Aquiles Nazoa donde ambos participamos.
- "¡Ah sí, Las cosas más pequeñas!", me dice
- "¡Bueno, sí... Las cosas más sencillas!"
Luego me pregunta la edad y le contesto que acabo de cumplir setenta.
Después de mirarme fijamente me espeta
en el acto:
- "¡Noventa y cinco!" "¡Tengo noventa y cinco años!"¡Te faltan 25 para alcanzarme!" "¡Tengo 95 y no dejo de
hacer ejercicio ni un solo día...ni un sólo día!" "¡Sigo componiendo, claro, no con la
misma agilidad pero por allí van a estrenar algo mío!"
Seguidamente se quitó la chaqueta
con suma agilidad, se dirigió a la silla de su barbero y
se despidió cordialmente de mí.
Yo me fui caminando a unos 50 cm.
por encima del nivel del piso.
Fue mi mejor regalo de cumpleaños.